ENTRE AMIGOS Y DOCTORES: EL DIARIO DE UN PACIENTE…

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(A petición de muchos lectores pongo a disposición de todos un texto escrito para mis amigos médicos hace algún tiempo, y que nunca había compartido en esta plataforma, a propósito del 3 de diciembre: Día de la Medicina Latinoamericana).

EL DIARIO DE UN PACIENTE.
Para mis amigos médicos en su día.

Esta crónica debe reconocer en primera instancia que al autor le gusta automedicarse. Siempre lo he hecho. En casa es un hábito heredado de mí madre, quien hubiese sido una excelente doctora pero no lo logró por haber nacido en tiempos difíciles según se dice hace 66 años.
Mí madre, la archiconocida señora Nora Grass Pérez, es hija de viejos, y este es ya un dictamen que ella ha manejado de por vida. Es la última de las hijas de mis abuelos Alvaro Grass Aguilera y Angelina Pérez Santana. Para la ocasión, mis abuelos dejaron como último disparo dos mellizas, una blanquísima y asmática crónica llamada Nancy Rufina, y otra trigueña y de pelos crespos, con artrosis generalizada y en última temporada diabética y con bloqueos cardiovasculares llamada Nora Elpidia. Como ven han sido ambas víctimas de la vejez de los progenitores y de las designaciones del almanaque en medio de aquella manía de nombrar según te tocará el día de tu nacimiento en el calendario. Casi olvidaba decir, que mí madre y mi tía fueron antecedidas por otros 11 hermanos, todos saludables y honrados.
Al terminar el sexto grado, Nora estuvo cerca de alcanzar el sueño de su vida. Ser enfermera, su vocación eterna, su deseo de repartir medicinas y hacer curaciones. Las becas estaban pero la matrícula era imposible por un pequeño detalle. Cuando mí madre terminó el sexto grado no había sido inscrita todavía y al no existir legalmente no s e le podía dar alta en estudio alguno. Ante tal conflicto mí abuela decidió de un tirón asentarlos a todos en los libros que le darían la bienvenida a la vida. Un poquito demorado fue el proceso, dicen que la isleña que se mandaba su genio típico, de un tirón y de memoria ofreció en alta voz los datos de todos, razón por la que algunos sospechan que tienen más o menos años, según los indicadores de los achaques que han venido apareciendo con el paso del tiempo. De manera que tras perder la oportunidad de estudiar la especialidad surgió en ella como un deseo voluntario de dominarla a pesar de no haber cursado estudios y de ahí surgió quizás la mala interpretación del oficio. Desde entonces y para siempre la decisión fue tener bolsas de pastillas y ponerle métodos a los enfermos ..Mí madre es autodidacta o galena-enfermera por cuenta propia.
De más está decir que en mi casa odiamos al impertinente de la DOSIS EXACTA. Nuestro odio supera incluso al que sentimos por el programa SIN TREGUA, zaga inacabable que combate a los mosquitos de la manera más empalagosa y tonta que se recuerde. Recuerdo el día en que este señor se detuvo en hacerle la vida imposible al MEPROBAMATO de 400, nombre que se ha quedado para la historia, pues antes existía uno de 200 para otros males. Ahora los cubanos, matemáticos al fin si queremos el de 200 partimos a la mitad la adorable pastilla que sirve para casi todos los males nacionales. Hace maravillas frente a la hipertensión, actúa como relajante muscular y dicen es el mejor para controlar el nervio del estómago, causante de muchas malas digestiones en tiempos de estrés y carencias .Puede que casi todo esto sea incierto pero ya es imposible negarlo. El MEPROBAMATO es lo único más popular que el reguetón en Cuba. Quién tenga dudas que vaya a las farmacias los martes, el día en que se surten las medicinas de los nervios, como dice la gente feliz en la cola, llenos de recetas Trifluoperazina, Clordiazepoxido y hasta que algún Kogrip para no desentonar.
De esta manera de niño, antes de que se inventara el registro médico de los cuñitos en cada receta, en casa teníamos recetarios completos que trabajábamos desde el hogar sin necesidad de hacer las infernales colas de la policlínica Máximo Gómez, donde era habitual tener un médico para tres o cuatro sectores. Los sectores eran la manera de agrupar a los pacientes por barrios en una especíe de CDR para los enfermos. Las sesiones de chismorreo en los mal iluminados pasillos eran eternas. Cada persona cerca de la puerta para ver si conocían a alguien que los colara o para que el médico les viera y les llamara. Pululaba una fauna que decía que le dieran chance pues sólo querían preguntarle algo al médico o cambiar una receta. Estos eran modos manidos de colarse. Cómo verán lo de tener el recetario era una cosa practica y justificada, especialmente entre nosotros que ya dominábamos la jerga básica.
Recuerdo como hoy cuando estando como en tercer grado mi madre me pidió que hiciera para ella una receta de Dextropropoxifeno, era el último éxito del momento, unas pastillitas rosaditas pequeñas, listas para calmar el dolor de los huesos. Esa fue mi primer gran receta con firma y todo, plan garabato y con éxito garantizado en la farmacia de la salida de San Andrés. Después se complicaron un poquito las cosas pues las recetas tenían numeraciones extrañas. Para conseguirlas había que sustraerlas del buró del médico cuando este daba la espalda. Un método que no fallaba era llevarle algo de comer al doctor. Siempre lucían sedientos y enflaquecidos, se ponían de pie y al ir a lavarse las manos se acometía el hurto y sacrificio de los preciados papelitos. De este modo se lograban todas las recetas pedidas al profesional y una buena cantidad de las tomadas por cuenta propia que evitaban un pronto regreso a las infernales consultas. Al tomar recetarios en blanco había que agarrar además papeles de formato de METODO. En él se describían las maneras de administración del medicamento al paciente, especificando las horas y los modos, este método por idea de no sé que burócrata debía presentarse acompañado de las recetas en la farmacia y si no te viraban para atrás en su búsqueda. Toda este aparataje nos tenía asustados, pues la posibilidad de ser descubiertos era inminente, era sólo cuestión de tiempo, hasta que una tarde llegó el informe clasificado de una amiga de la familia que nos confirmó que las numeraciones de las recetas eran sólo pantalla. En ninguna farmacia disponían de bases de datos para contrarrestar información alguna. Lo único que podía delatar al portador es que la receta fuera a la farmacia equivocada, pero como cada consulta y centro médico tiene sus propias unidades asignadas, esto era prácticamente imposible.
Otro tanto se sufrió con los turnos. Cada doctor de medicina general cuando necesitaba el criterio de un especialista te entregaba una remisión para sacar un turno, y es aquí donde entra la negra Ana María, la señora que durante décadas maltrató al público en el Máximo Gómez, y la gente con deseos de estrangularla fingía tenerle aprecio. Su trabajo era decisivo. Ana María asentaba y acuñaba los certificados médicos dándole validez y el día primero de cada mes repartía los turnos para los especialistas. Ella tenía sus registros y sus cuentas. Los necesitados marcaban colas interminables los días primero de cada mes desde las 12 de la noche esperando a que fueran finalmente las 8 de la mañana. Casi cada mes, allí estaba mi tía Gladys, ya me parece verla con Radio Reloj puesto para la arrancada. Ella está descompensada crónicamente de los nervios hoy y es una de esas pacientes que pasó por todas las especialidades. Tiene en su haber la capacidad de vivir con piedras en la vesícula de antaño. Ya no deben ser piedras sino murallas. Por ser hipertensa emotiva nunca pudo operarse y se ha limitado de alimentarse de por vida, la anemia es también su fiel compañera.
Todos estos recuerdos me vienen hoy a la mente, día de la medicina latinoamericana. Y me llegan nombres y anécdotas. Recuerdo como hoy la letra impecable del doctor Atilio Tamayo, quien no permitía que los pacientes pusieran sus manos sobre su mesa metálica, porque era mala educación y los pacientes cargaban con bacterias desde la calle. Atilio que siempre tuvo por enfermera a la negra Nora, larga y flaca como nadie, a quien le deseaba el viejo Atilio lo peor cada día. Siempre me hablaba mal de ella. Atilio conversaba conmigo cuando ya de grande asistía a sus consultas. Él era muy lunático. Pero tenía un Radio VEB en el que escuchaba la emisora CMBF y su música clásica, y como yo le sabía a la materia me atendía de otro modo. Para Atilio las personas que se no se detenían ante la belleza de un nocturno o la precisión d e una sinfonía eran seres menores, disminuidos. En mí casa de Holguín conservo algunos discos que me regaló el notable doctor, quien poseía una de las fonotecas más completas de la ciudad, y una experiencia médica espectacular. Se había graduado antes de 1959. Todos los días se quejaban de él los pacientes en la dirección, algo que él disfrutaba sobre manera. Al lado le quedaba la consulta del también doctor Eusebio del Valle, un parlanchín de los mejores, que maltrataba a diestra y siniestra, y te convertía la consulta en una discusión política o histórica sin importarle la cola ni los dolores mundanos. Eusebio hacía muecas apuntando hacía la consulta de al lado. Atilio decía que la música clásica era la clásica y que la música barata eran los instrumentales de Eusebio que sonaban tras la otra pared. Atilio y Eusebio tan iguales y tan distintos. Atilio está sepultado en el cementerio de Holguín. Eusebio sigue dando muela en el parque Calixto García y los corredores aledaños. Y la enfermera negra, larga y flaca llamada Nora, sigue prestando servicio en el ahora reconstruido Máximo Gómez.
Muchas veces íbamos al centro médico y no estaban los habituales. Se anunciaba una tal doctora Irene, que según dictamen de mí madre, no sabía nada de nada y regresábamos, porque era una perdida de tiempo entrar en su consulta y hacer cola. No tenía nada de aciertos. A finales de los 70 y principios de los 80 todavía era posible alternar con médicos privados. Especialistas que no abandonaron Cuba después de 1959 y que se habían graduados como galenos en tiempos del capitalismo. Sobresalieron por entonces el doctor Artemio Rodríguez con sus formulas famosas que mantuvieron al dispensarial holguinero trabajando todo el tiempo. Famosos eran sus mejunjes con aceite de hígado de Bacalao y Yodo tánico, un expectorante puesto a prueba de balas que incluso se recomendaba para alejar los catarros en etapas en las que ni siquiera lo teníamos. O qué decir del famoso Heremolé con ciprodextadina para fijar el hierro, calmar y dar apetito? O cómo olvidar el rostro de su esposa y recepcionista, la encargada de ante todo, cobrar los 10 pesos, sin los cuales no estamos hablando de nada. A la sapiencia de Artemio le debo mi cura para siempre del estreñimiento que sufría de niño. Al doctor le tomó su tiempo, después de poner varios planes sin resultados me impuso un régimen de pulpa de tamarindos y pulpa de tamarindos y con dicha pulpa tomada a toda hora me curé hasta el día de hoy.
Además de las clínicas de los Hermanos Avilés, muy conocidas en Holguín, la marca mayor la impuso el doctor Bernardo Fernández, Bernardito para los holguineros, el más trascendente de los médicos holguineros del siglo XX. Bernardito es un santo, decía mi abuela paterna. El visitaba a los enfermos en sus casas, te atendía en su consulta, te orientaba en los caminos de la espiritualidad pues fue siempre un católico convencido que te recomendaba medicamentos y la palabra de Dios al unísono, siempre cobró la mitad que los otros y nunca fue imperativo el dinero para ofrecerte su caridad y calidad. La vida le concedió la dicha de tener dos hijos médicos, símbolos del florecimiento de la región. Los doctores Bernardo y Fabián, son probablemente los más queridos y demandados especialistas desde la terapia intensiva y los servicios cardiovasculares, respectivamente.
Y así ha pasado el tiempo, y este podría ser un libro, y no un artículo o una crónica, que sin proponérmelo se ha ido extendiendo, y se me siguen apareciendo rostros y amigos. Ahora me veo en la moto de José Manuel Zaldivar, el cirujano cantante haciendo trabajos de representación artística desde el rock y la canción en lo que alguna que otra vez se me presentaba con resultados de análisis de los que te ponen en reposo. Me veo con la doctora Elena, la madre de mi amigo y compañero de labores Alejandro Palomo, luchando por mi ojo izquierdo después de un asalto que sufrí por robarme una bicicleta y recuerdo al entonces recién llegado oftalmólogo Maiquel Rubio revisándome el mismo ojo años después en medio de otro percance. Y se me aparece ese dios de la cirugía oncológica que es Raúl Rodríguez, un hombre tan noble que me quedo sin palabras para describirlo y que ya es por derecho propio parte de mí familia, esa reyna de la proctología que es la doctora Amalia, la hija del doctor Pupo, que ama a Pablo Milanés como a su esposo Hugo y que ha demostrado que lo que se hereda se hereda. Y se me presenta Luis LLópiz un hombre de bien que se debe a la neonatología, responsable y dueño de miles de vidas en el ambiente de los recién nacidos. Y ya de última generación mis gastros Ranier y Agustín Mulet en esta operación omeprazol y este modo de saber que la gastritis, una vez que se presenta, vive para siempre con uno.
Estos son algunos recuerdos de hoy, Día de la Medicina Latinoamericana, deseando que las condiciones de nuestros pacientes mejoren siempre, que los hermanos de Cuba tengan condiciones semejantes o superiores a las que disfrutan los pacientes con las misiones médicas de la isla y que los galenos alcancen esa notoriedad que hoy la sociedad les debe, en lo que ya sin remedio me sigo automedicando y les dejo porque un paciente cubano llamado Néstor Camino, me pregunta si tengo algo para un tema duodenal, y yo creo que tengo unas tabletas que debe tomar cada…215344_105648549519509_3766192_n

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