Rodilla en cuello, la larga ira de los estrangulados.

El nombre de George Floyd desaparecerá de los titulares con la misma fuerza con la que suelen escurrirse las injusticias. Sucede siempre y no será diferente con la muerte del Afroamericano de 46 años, combustible esencial del dolor y la ira en toda la nación.

Nunca alcanza el escarmiento. Las voces más repetitivas se escudarán sólo en los pretextos. Otros muchos intentarán convencernos con una larga lista de méritos personales que nunca habrían trascendido, ni siquiera en Minnesota, si no se hubiese confirmado el estrangulamiento, aunque técnicamente la ciencia forense afirme lo contrario.

La gente que no se ocupa ni de este tema ni de ninguno se tornará indignada mientras dure su furia y la de los noticieros y todo volverá al mismo punto. Cada cual catalizará su ira de un modo distinto. Algunos, los más irracionales, regresarán a los viejos guiones, esos que vandalizando se abren camino. Lo peor de este juego es que la variedad de los chivos expiatorios es tan extendida como la fauna sobre la tierra.

Desde lejos, Estados Unidos lucirá como un infierno, que arde en llamas, y también desde cerca. De modo provisional será epicentro de la reivindicación de las injusticias sociales en pleno siglo XXI. Desde cerca, la gente que no es boba, entenderá que el racismo no es asunto de estado porque vive en la mente de los ciudadanos por encima de los modos y las leyes.

Y cuando alguien sensato quiera buscar el nombre del culpable, todos los caminos irán a parar a Noé y hasta parecerá una burla que el origen de todo se remonte al “diluvio universal”. Desde los días oscuros de la Edad Media y hasta inicios del siglo XX, se entendió que existían sólo tres razas, provenientes de los hijos de Noé: judíos y árabes, negros y blancos. Fue precisamente una interpretación racista de la Biblia conocida la “Maldición de Canaan” la que fue entendida como el deseo de Dios de que la “raza negra” estaría condenada a servir a la “raza blanca”. Desde entonces y hasta la fecha lo único que ha cambiado es el nombre de las víctimas y los victimarios.

¿Cómo ha podido prevalecer tanto en el tiempo este estigma racista? No creo que nadie tenga la respuesta exacta a estas alturas. Hay malezas que sobreviven y esta es una de ellas.

Para los hispanos los temas raciales en los Estados Unidos podrían ser un tema esquivo y pendiente. Latinoamérica y el Caribe siente la génesis de este problema eterno en la colonización de buena parte de las naciones del mundo perpetrada por Europa. Si dicho exterminio tuvo aparato de propaganda ese fue el racista, como única explicación posible para un comportamiento criminal.

Las guerras contra el Indio que barrieron prácticamente con las etnias de Argentina, Chile, México, Estados Unidos y Cuba, derivaron en manejos tan perversos como la creación de zoológicos humanos en los que se exhibían a negros e indios por razones supuestamente científicas y de entretenimiento.

Es más que nada un problema histórico, una deuda no saldada. Los nuevos tiempos han cambiado las etiquetas pero han conservado las esencias retorcidas. Tan fuerte como lo más fuerte siguen siendo hoy los genocidios, los etnocentrismos, la xenofobia y el totalitarismo. Todos, como maneras enmascaradas de destilar formas de esclavitud moderna.

Agarremos de la mano el almanaque y contemos los años transcurridos. En Estados Unidos, la Ley de los Derechos Civiles fue firmada en 1964 para prohibir la segregación racial de modo legal, no en la mente ni el corazón de todos. Ha llovido bastante pero todavía parece poco.

Cada vez que aparece otro nombre como punta de flecha para relanzar la conquista de los derechos civiles de un modo definitivo, la maquinaria llama a las trincheras y comienza el fuego a arder con la misma intensidad con la que cada noche era prendida la hoguera en las cavernas. Se queman los edificios, se rompen las vidrieras, se destruyen las propiedades de inocentes y recalcitrantes y se propaga una apariencia de bandidos que se cansaron de ser ciudadanos, y de este infernal modo, se regalan legiones de pretextos para avivar las llamas del odio cuando urgen los vientos de la fraternidad.

Y cuando los justicieros sigan haciendo gala de su profunda inquina, terminarán exponiendo al peligro y a la muerte no sólo a sus enemigos, sino también a sus iguales. Garantizando una sola cosa: que la revuelta se vaya por el tragante pasando de la fascinación al desencanto.





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